Lo mejor de vivir en tiempos de abundancia es no tener necesidad de preguntarse a costa de quién. Somos víctimas de un sistema que se resquebraja vertiginosamente y estamos pagando las consecuencias de la codicia y la ambición de quienes nos vendieron ese guión, pero no olvidemos a aquellos que nunca conocieron sus derechos o sus libertades. Hablo de seres humanos que siempre fueron esclavos, dueños de nada y de nadie, aquellos que “sin previo aviso” han contribuido a crear las bases de su definitivo y desastroso destino. Hombres, mujeres y niños que han nacido con la palabra esclavitud tatuada en la piel.
Mientras esto sucede, nuestros presidentes y sus respectivos camaradas, banqueros y empresarios sin escrúpulos, debaten y deciden en cumbres oficiales y secretas. Organizan el nuevo mundo. Crean guerras para destruir el terrorismo. ¡No! Crean terrorismo para destruir la paz. Invierten en tecnología para facilitar la conexión entre seres humanos. ¡Error! Invierten en tecnología para destruir a la humanidad. Crean políticas de austeridad para incentivar la economía. ¡Falso! Recortan a los pobres y benefician a los que más tienen. Indultan la corrupción y castigan a la Justicia.
Hace tres años escribí lo siguiente: “Quizá la humanidad esté condenada a la autodestrucción pero, aún así, conservo la esperanza de que mientras a la Tierra le quede un atisbo de tolerancia y emoción, el ser humano logrará vencer a la tecnología de las armas y luchará por aquello que nos pertenece a todos: la vida”.
Tres años después sigo creyendo en esa palabra: Humanidad. Creo en las personas, no en los individuos, en la libertad y no en la esclavitud. Creo que somos capaces de cambiar lo que nos rodea, de tornar la impunidad en Justicia, de salvar al oprimido y derrotar al opresor. Como dijo el guerrillero: “Seamos realistas y hagamos lo imposible”.