Para precavernos contra estos riesgos, quizás convenga comprender primero el tercero. La obra de Martí, por supuesto, no nace ya completa, como Palas Atenea de la cabeza de Zeus en el mito griego. Ella expresa, por el contrario, un largo proceso de forja de la vida misma -la inteligencia, la afectividad, y sobre todo el carácter- del autor.
La vida en que tuvo lugar esa forja fue tan intensa como dura y compleja, jalonada por exilios externos e internos que incluyen España, 1871-1874; México, 1875-1876; Guatemala 1877 -1878; Cuba, 1878 -1879; Nueva York, 1880; Venezuela, 1881; Nueva York, 1881-1895 y, en ese año final, Cuba otra vez y para siempre. Y en ese periplo se enamora, tiene un hijo, ve fracasar su matrimonio, debe vivir lejos de los suyos, sufre reveses, es expulsado de su país y de países que ama como al suyo propio, y habita durante la cuarta parte de su vida en una sociedad que siempre le fue ajena.
En el proceso, también, conoce triunfos, descubre y entiende el mundo, y las razones de transformarlo, y se gana el aprecio y la admiración de muchos, en muchas partes. Y todo esto, siempre, en condiciones de una modestia material tan extraordinaria como su riqueza moral.
La formación y las transformaciones del pensar martiano a lo largo de esa vida pueden seguirse en los textos que le van dando forma. Ese proceso abarca su primera juventud, quizás en lo que va de la publicación de su alegato El PresidioPolítico en Cuba, en 1871, hasta el inicio de sus actividades de colaboración con el periodismo liberal mexicano entre 1875 y 1876.
La obra de Martí nace en un largo proceso de forja de su vida –intensa, dura, compleja, jalonada de exilios- en que descubre y entiende el mundo, y las razones de transformarlo.
Son años en los que el joven luchador por la independencia de su patria se descubre y se ejerce en el descubrimiento, en sí, de la vocación aun más amplia de constructor de sociedades nuevas. Esa etapa concluye con su rechazo al golpe de Estado que inauguró en México, en 1876, la dictadura que ejercería el General Porfirio Díaz hasta 1910, sintetizado en el artículo Extranjero, con que se despide de México. “Aquí”, dice, “fui amado y levantado; y yo quiero cuidar mis derechos a la consoladora estima de los hombres”. Por lo mismo, añade, “donde yo vaya como donde estoy, en tanto dure mi peregrinación por la ancha tierra, -para la lisonja, siempre extranjero; para el peligro siempre ciudadano.”[1]
En lo que hace a su producción intelectual, este período de maduración y crisis de su primer ideario liberal abarca lo que fue desde su folleto Guatemala, de 1878, a su labor de corresponsal del periódico La Opinión Nacional, de Caracas, a lo largo de 1881 y 1882, hasta culminar en 1884, con aquella carta extraordinaria que dirige al General Máximo Gómez para comunicarle que no podrá seguir acompañándolo en un nuevo intento de reiniciar la lucha por la independencia de Cuba, concebido como un proyecto puramente militar. Allí le dice el joven exiliado al más prestigioso de los jefes militares de la primera Guerra de Independencia:
Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trabajos preparativos de una revolución más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que han de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada, de hacer servir todos los recursos de fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra, ¿qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana?
¿Qué somos, General?, ¿los servidores heroicos y modestos de una idea que nos calienta el corazón, los amigos leales de un pueblo en desventura, o los caudillos valientes y afortunados que con el látigo en la mano y la espuela en el tacón se disponen a llevar la guerra a un pueblo, para enseñorearse después de él? ¿La fama que ganaron Uds. en una empresa, la fama de valor, lealtad y prudencia, van a perderla en otra?[2]
Esa carta anuncia ya una idea entonces nueva: que el problema de la independencia no era el cambio de forma, sino del espíritu, para evitar que la colonia siguiera viviendo en la República, que encontrará su más plena expresión en el ensayo Nuestra América, publicado en México, en el periódicoEl Partido Liberal, el 30 de enero de 1891.
Allí sintetiza Martí su experiencia de hispanoamericano, transformada ya en la demanda de una revolución democrática continental al calor de sus experiencias de vida en México, Guatemala, Venezuela y los Estados Unidos, y de su lucha incesante por la liberación de Cuba. Esas experiencias, en efecto, le permitieron conocer de primera mano, y en carne propia, la frustración del componente democrático y popular de las revoluciones de independencia, y el irresistible ascenso al poder de la alianza entre las fracciones liberal y conservadora de las oligarquías latinoamericanas.
Es indudable el papel de esas experiencias, además, en la creación del Partido Revolucionario Cubano y su periódico, Patria, en 1892, que constituyen el ensayo general de una Cuba nueva, como parte de una empresa “americana por su alcance y espíritu”[3], encaminada a culminar lo que en 1889 había llamado “la estrofa pendiente del poema de 1810”. Porque, en efecto, la América nuestra ya es por entero consustancial a su patria cubana, como lo expresa en 1895 el Manifiesto de Montecristi, que firman él y Máximo Gómez, para llamar al asalto final contra el colonialismo español en Cuba: “Honra y conmueve pensar”, dirá allí,
que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo.[4]
A lo largo de todo ese proceso, la dimensión afectiva de la humanidad de Martí se expresará en el contrapunto constante entre el discurso político, la creación poética y la honestidad de los afectos que inspiran su correspondencia personal.
No se podrá nunca comprender al político Martí sin vincularlo con el Martí poeta, porque tras ese vínculo subyace la clave de la íntima unidad entre la alta cultura y la cultura popular, que en la obra martiana alcanza una expresión de especial riqueza en sus Versos Sencillos, de 1891, como en la que ya venía desplegando en el plano político en la concepción y organización del Partido Revolucionario Cubano como una organización tan rica y compleja como la sociedad que se proponía transformar, y como el proyecto al que apuntaba esa transformación.
Desde esta lectura de cuerpo entero, podemos encarar el peligro de la fragmentación del pensar martiano.[5] Así esbozado el hombre entero, podemos apreciar mucho mejor su papel en la transformación de la frustración del componente más radical y democrático de las revoluciones de independencia en un importante elemento formativo en una nueva generación de jóvenes intelectuales de la región, que tendría en Martí a un auténtico primus inter pares.
Aquellos jóvenes, verdaderos fundadores de nuestra contemporaneidad, se percibían a sí mismos como modernos en la medida en que se ejercían como liberales en lo ideológico, demócratas en lo político, y patriotas en lo cultural, y aspiraban desde allí a representar con voz propia a sus sociedades en lo que entonces era llamado “el concierto de las naciones”. Para ellos, la formación del Estado Liberal Oligárquico tuvo lugar en una circunstancia de crisis cultural que hacia 1881 Martí expresó en los siguientes términos:
No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana hasta que no haya – Hispanoamérica. Estamos en tiempos de ebullición, no de condensación; de mezcla de elementos, no de obra enérgica de elementos unidos. Están luchando las especies por el dominio en la unidad del género.[6]